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jueves, 8 de julio de 2010

Texto de Pablo Cangiano

Se pasó de la raya

El jefe de preceptores es puto. A la base de esta vulgar afirmación un hecho físico, no sólo ilaciones de dudoso gusto y repudiable prejuicio. Un hecho. Ayer cuando controlaba la fila de los alumnos, inerme delante del portón del colegio, ansiosa de recuperar esa libertad añorada, suspendida por el régimen desconsiderado de sanciones y amenazas que reina en esos claustros, me tocó el culo.

Me quedé inmóvil esperando el orden de avanzar, convencido que esa mano existió y que mi visión de espaldas no pudo discernir entre el caso desafortunado y la voluntad actuada. Salimos del colegio y Guillermo con el gesto un poco desencajado se acercó y confirmó lo que mi cara denunciaba, la sensación manual, el roce desprejuiciado, fue intencional. En pocos minutos los hechos se difundieron entre los oídos de todos, revolotearon por la vereda invadida de sacos azules. El jefe de preceptores le tocó el culo a Pablo. No fue un hecho involuntario. No, en una persona de su rango no existen los hechos involuntarios.

Aunque aún estábamos atravesando uno de esos periodos oscuros de la Argentina, donde la moralidad se erigía como comandamiento extraterreno, superior, que debíamos obedecer, yo no tenía nada contra el hecho que fuese puto. En cambio resultaba molesto que por una parte predicara el verbo de la acción integérrima y por otra, vaya tocando el culo a los alumnos que custodia en manera rígida, implacable y feroz.

Será quizás que siendo más grande, se da cuenta que dentro de poco las cosas en este país oscuro cambiarán, y después de años en el que el terror ha gobernado los corredores y las aulas del colegio, la libertad de actuar según propio impulso reinará desordenada y absoluta. Así, antes de pegarse el raje, se da un gustito, uno de esos que sólo quien ha dirigido la represión en manera impecable se puede dar. Nadie expondrá una denuncia en su contra, menos aún con tan absurda afirmación y por tan banal accidente.

En ese gesto, el punto de no retorno, la apertura del significado en sus más variadas gradaciones. Todo lo que no se podía decir, latente en las mallas del custodio. En esos días de adolescente el jefe de preceptores hizo la única cosa justa que entonces le quedaba por hacer. Mostrar el gesto, el rastro de su propio doblez, de sus hipocresías cotidianas, de su ser retorcido entre el severo orden impuesto y la íntima convicción trasgresora que puebla la mente de los hombres.

Más tarde el tiempo dirá lo suyo con ironía y desprejuicio: quién eligió a tal sujeto para gobernar la disciplina había hecho la cosa justa, coherente. En un colegio casi exclusivamente de hombres, él podía ejercer perfectamente su rol, podía en cierta manera purificar su mente, dando con el propio ejemplo muestra de tenaz gobierno de los impulsos. Aquello que quizás negaba o simplemente ocultaba, el deseo de esos cuerpos de hombres, los tenía todos los días delante de él, en fila, perfectos, orden, limpieza y educación. Un abanico de edades amplio, más o menos desde los 13 a los 19 años. Hombrecitos de conductas inmaduras que podía revisar día tras día, hacerles subir los pantalones para controlar las medias azules, tocar el cuello cubierto de cabellos en clara violación del reglamento. Todos los gustos: altos, bajos, rubios, castaños (negros no había, alguno un poco más oscurito, quizás), ahí, uno detrás de otros evocando con la práctica del silencio, el dominio absoluto de sus absurdas disposiciones. Todo eso sin poder tocarlos más allá que por cuanto debido a la correcta aplicación del reglamento.

Ayer se pasó de la raya.

El hecho se fue disolviendo sin evidentes consecuencias en el orden cotidiano de nuestras mañanas somnolientas, de estudio sistemático, de aburrimiento sancionado. El jefe de preceptores no volvió a presentarse en manera así inoportuna y los hechos pasaron a formar parte de las leyendas de entonces, descoloridas y opacas como las imágenes de la dictadura y sus sacristanes siempre presentes. Quedó sí, en algunos de nosotros la convicción que toda esa cornisa de orden moral, de convicciones patrióticas, de juramentos solemnes eran una gran payasada de la cual antes o después nos liberaríamos.

Parecerá exagerado pero así también se desarmó un régimen, en un pequeño gesto de mal gusto.

Una mano en el culo ayuda a aclararse las cosas, pensé, entonces.

Alterio

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